EL DESPERTAR
El ómnibus transita por la ruta angosta, árida, polvorienta. El sol
parece herirla con su calor. La tierra es como un rostro ajado, triste, áspero,
surcado de arrugas que son las hendiduras que le han socavado los vientos y las
sequías.
El paisaje que se va deslizando
tras las ventanillas es, por momentos, monótono. Extensas planicies desoladas,
salpicadas, aquí y allá, por enormes cardones, cactus y arbustos marrones
achaparrados, también alguna que otra casa lejana, rodeada de tímidas
pinceladas verdes, pequeñísimos sembradíos de maíz, ajo o coca. Después, la
meseta acre, continua, algunos salitrales y, a lo lejos, cumbres elevadas,
quizás volcanes ya muertos.
Los ojos de Nicolás, increíblemente celestes, están ávidos por rescatar cada
detalle de esa puna que tanto deseaba conocer.
Experimenta una mezcla de expectación y plenitud. Es joven, le espera un
proyecto de trabajo en Bolivia, donde debe presentarse en algunos días más. Acaba de obtener el título
de ingeniero, que había sido su sueño y el de sus padres. Una conmoción dolorosa
le sobrecoge al recordar que, hace poco tiempo atrás, fallecieron en un
accidente. Ahora ha logrado su sueño, pero está lamentablemente solo.
La chatura de la planicie va quedando atrás, se insinúan las primeras estribaciones
de las serranías. Allá, a lo lejos, como fondo, las altísimas montañas rayadas,
debido a los distintos colores de los minerales, tierras y arcillas con que
fueron configuradas. El estallido del sol en las piedras, una eclosión de
colores, una impronta increíble que grita
la magnificencia de lo creado y qué
maravilla a Nicolás.
Algunos pasajeros comienzan a sentir los efectos del apunamiento.
Empieza el camino de cornisa, una curva, el sol que restalla en el
vidrio del parabrisas, tal vez enceguece al conductor, que no ve adelante, el
camión que se acerca. El ruido es increíble, sacude el silencio de la soledad.
El ómnibus da vueltas, cae un poco más abajo del camino y queda quieto,
como un pájaro desgajado en su vuelo. Bolsos, valijas, ropas, papeles,
desparramados a su alrededor. Algunos gritos sofocados, que se pierden en la
árida y desierta inmensidad.
Quizás Nicolás no siente el golpe en
la cabeza, quizás sólo le sorprende la nefasta nube de inconsciencia que lo va
envolviendo. Los párpados, como un telón que baja lentamente, cubren, al fin
sus ojos, increíblemente celestes.
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Pedro hace un alto en su fajina diaria, últimamente se ha sentido raro,
cansado. Se sienta en un viejo banco, mira sus manos oscuras, sarmentosas,
endurecidas por las callosidades que se fueron formando con tanto manipuleo de
piedras para hacer pircas, cortando cardones y trabajando la tierra dura, seca,
dominios de la Pacha Mama, que se abre ávida para recibir las dádivas
generosas, pero que se muestra hostil, esquiva para la siembra. Tal vez está
cansada, por eso, él apenas puede cosechar algo de patatas o maíz entre sus
ásperos terrones. Ese ha sido siempre su trabajo, no sabe hacer otra cosa pues
apenas aprendió a escribir su nombre.
Pedro se siente cansado, los años han fracturado su fortaleza y sus
reservas físicas. Últimamente, algo bulle en su interior, algo raro,
desconocido. Su mujer, “la Tola”, se mueve lentamente, también para ella han
pasado los años. Pedro la mira, siempre sumisa, callada, indiferente, piensa en
los largos treinta años que están juntos, piensa en sus dos hijos que están en
San Salvador de Jujuy, donde los mandó a estudiar para que en el futuro no sean
ignorantes, como él, piensa en su pasado sin historia, pues no tiene recuerdos
de su familia ni de su origen.
Su mujer lo llama desde el interior de la casa, se escucha el crepitar
del fuego, se mezclan los olores del humo y del cocido de maíz.
Desde su humilde casa de barro, tan pobre, tan miserable, se pueden
observar los picos tremendos, coloridos, que se recortan en un cielo,
pincelado, apenas, de rosa y oro.
Lentamente, la oscuridad va cubriendo el lugar, la temperatura baja
notoriamente.
Pedro se levanta con esfuerzo, hace un movimiento instintivo con la
cabeza, para no golpearla con el dintel de la baja y estrecha puerta y entra,
tan silencioso como estaba afuera, tan silencioso como siempre, tan silencioso
como ha vivido.
Rechaza la comida, le duele la cabeza.”La Tola”, con su rostro
impenetrable, retira el plato sin pronunciar palabra y comienza a comer sola.
Pedro se tira en un camastro, se siente abatido, raro, tiene la
sensación de que en su cabeza hay cables
eléctricos que producen chispas, esa sensación le angustia y lo martiriza
durante horas. Finalmente, logra dormir.
Un débil rayo de luz, que entra
por una ventana a medio cerrar, lo despierta, Pedro se levanta aturdido, “la
Tola” duerme su cansancio y su misterio, en la vieja cama matrimonial, él está
todavía vestido, sale al patio. El día se insinúa apenas, vuelve el dolor de
cabeza, la toma con sus manos ásperas y permanece un momento así, después abre
los ojos, su confusión es total, no logra precisar claramente donde está ni que
hace allí. Una tribulación tremenda le invade y con ella, un miedo pavoroso. Se
acerca a un trozo de espejo que cuelga de un clavo, en la pared, donde suele afeitarse, se mira con temor, el
espejo le devuelve la imagen de un rostro enjuto, oscuro, arrugado y de unos
cabellos escasos, totalmente blancos.
Pedro camina en dirección a las montañas de colores. El sol, que
juguetea entre sus picos, desparrama su luz, descubriendo la belleza agreste y
cotidiana, del lugar donde él transcurrió la mayor parte de su vida; levanta
sus brazos, un grito desgarrador, casi un aullido, corre por la inmensidad,
pega en las piedras y el eco se funde con los otros gritos que le siguen.
La mansedumbre de su mirada, se convierte en fiereza, cuando eleva al
cielo sus ojos, increíblemente celestes.
Alma Carrión de Dal Bo
Tercer Premio Género Cuento
Corto
Concurso Literario Hugo Wast
2013
Instituto Parroquial “Gustavo
Martínez Zuviría”
50 años educando en la fe
Las Varillas (Cba.),
Noviembre de 2013
Como siempre, Alma tiene un relato preciso, fino, descriptivo, que te hace entraren el paisaje. Como muchas veces, sus personajes mueren. Tiene una tristeza interior que nunca pudo superar. Qué pena, Alma......
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