Búsqueda de fragancias que caracolean en el tiempo de sonrisas que anidan esperanzas...del lenguaje que dé solidez al verso y la prosa...de entregas, silencios y de una mística en la belleza, que resuman dignidad y respeto a la palabra.

Beatriz Mattar de Vergara

jueves, 23 de mayo de 2019

Teresita Fava de Maggi



Aquel conventillo de la calle Uruguay

Cuando Berta llegó al puerto de Buenos Aires, en el año 1893 con su pequeño hijo en brazos, su amiga Anais la estaba esperando para llevarla a vivir con ella al conventillo de la calle Uruguay. Berta había dejado atrás su Francia… sus recuerdos. Al quedar viuda tomó la decisión de partir a un país lejano a pesar que los inmigrantes eran hombres, principalmente jóvenes y adultos que venían en busca de tareas urbanas y rurales.
Muchos fueron los propietarios que transformaron sus viejas casas en casa de alquiler de habitaciones para recibir a los viajeros llegando a ser esas viviendas colectivas un gran negocio para sus dueños. Así nacieron los conventillos. También había grandes casonas abandonadas por sus moradores después de la epidemia de fiebre amarilla y tifus.
Con la inmigración masiva fue creciendo la población, transformando a la gran aldea en una gran ciudad.
Y su niño también fue creciendo en ese conventillo de la calle Uruguay. Como su amiga lavaba y planchaba, Berta comenzó a trabajar con ella. Vivían en una pequeña habitación casi sin aire, casi sin luz porque carecía de ventana. Se vivía en condiciones deplorables. Para cocinar usaban los braseros que se encendían junto a la puerta de la habitación.
Y su muchachito fue creciendo gordito, simpático pero a veces algo rebelde, siendo protagonista de trifulcas entre los inquilinos donde se mezclaba gente de trabajo, desocupados, malevos, jugadores, prostitutas. Tal vez la ausencia del padre había contribuido en su conducta.
Muchas veces, sentado en el umbral de ingreso al conventillo, cantaba y cantaba. Lo hacía tan lindo que los vecinos lo invitaban a su casa donde lo alojaban y alimentaban.
Todos los domingos a la tardecita, el patio del conventillo, ese espacio común de todos los inquilinos, donde se compartían las viejas piletas de lavar, la soga para tender la ropa… se vestía de fiesta y se afianzaban los lazos de fraternidad con bailes y cantos. Así entre mate y mate para engañar el hambre, el muchacho comenzaba su gorjeo acompañado por una fatigada y vieja escoba a manera de guitarra.
Ese ambiente malevo fue nutriendo su infancia…Y el muchacho fue creciendo y un día estrenó su pantalón largo y comenzó con sus amigos a dar serenatas en ese barrio que lo adoptó.
Cuando escuchaban su melodiosa voz, puertas y ventanas permanecían abiertas. Todos querían escuchar a Carlos… el morocho del Abasto.

Teresita Fava de Maggi