Búsqueda de fragancias que caracolean en el tiempo de sonrisas que anidan esperanzas...del lenguaje que dé solidez al verso y la prosa...de entregas, silencios y de una mística en la belleza, que resuman dignidad y respeto a la palabra.

Beatriz Mattar de Vergara

domingo, 15 de septiembre de 2013

Myriam Lucía Taverna


DIARIO DE VIAJES
Ocurrió en Francia…

Cuando llegué a La Citté de Carcassonne, setiembre se desplazaba soñoliento hacia el final del verano. Las últimas buganvillas florecidas apretaban sus racimos contra los muros en muda ofrenda de color y los robles comenzaban a dorar el borde de sus copas.

Observé las murallas de piedras ambarinas, las mismas que siglos atrás veían los pastores desde los campos mientras guiaban sus rebaños hacia los valles ocultos entre las lomadas de la Montaña Negra.
Imaginé bucólicos idilios entre rudos labriegos y rubias doncellas gustosas de experimentar el amor, estrechadas por brazos robustos y viriles, bajo el cómplice amparo de la fronda.
Al traspasar el puente levadizo, sobre el foso seco, creí oír relinchos de corceles, zumbidos de ballesta y el quejumbroso chirriar de goznes oxidados.
Caminé entre las callejuelas zigzagueantes a las cuales daban los frentes de kioscos, zapaterías, bares, comedores, panaderías todo restaurado, pero conservando la antigua fisonomía en un simbólico abrazo entre el ayer y el hoy.
Al llegar a la Catedral de San Nazario y San Celso, me sumergí en el medioevo. Me pareció ver a los cruzados esperar la bendición de los obispos, al ofrecer sus espadas ante el altar, a ese Dios lejano e intangible cuya doctrina irían a defender luchando contra los herejes.
Me deslumbraron los rosetones de los cruceros de las naves y los exquisitos vitrales en las ventanas ojivales representando escenas bíblicas desde la creación de Adán y Eva.
Luego arribé al castillo condal. Crucé su patio de armas. Sentí que me cercaban sus torres y atalayas. El salón principal me recibió frío como sus muros. Ascendí escaleras de piedra, empinadas  y angostas. Todo parecía cubierto por el misterio de días y de noches transcurridos dentro de una nebulosa espiral que nos llevaba a ochocientos años atrás.
Respiré historia, absorbí leyendas, vivencié instantes de dolor y de gloria.
Decidí quedarme. 
Me alojé en un coqueto hospedaje. 
Cené jabalí y bebí vino tinto en compañía de una veintena de turistas bullangueros.
Bailamos antiguas danzas al son de tres laúdes. Más tarde, me acogió un lecho enorme, de blancas sábanas aromadas con lavanda y Morfeo me sumergió en la placidez del sueño.
Pasaba la medianoche. 
Desde el sudeste, el argentado disco de la luna enviaba destellos que iluminaban un pueblo sosegado.
Quizás fue el fulgor entrando a través de las rendijas de las persianas lo que me despertó, o tal vez,  el sonido de música sacra que desgranaba el órgano de la Catedral.
Salí de la habitación, me dirigí hacia el templo, pero por más esfuerzo que hiciera para abrir, las gruesas puertas de madera permanecieron cerradas.
La música seguía sonando grave y melodiosa.
Rodeé el edificio. Nadie había, salvo mi sombra acompañándome.
De pronto cesó la música y una delgada figura masculina pasó rauda delante de mí. Se encaminó hacia la muralla. Vestía a la antigua usanza, era joven y llevaba una flor en la mano derecha. Al llegar a la muralla, se arrojó al vacío.
Corrí a asomarme esperando ver su cuerpo malherido, pero abajo no había nada, salvo las blancas cruces y los lóbregos nichos del viejo cementerio.
Temblando regresé a mi cuarto, me metí entre las sábanas, cubrí con ellas mi cabeza y comencé a rezar. Me envolvió el silencio y me dormí enseguida.
Cuando desperté, un sol tibio y amigable calentaba mi lecho. Me desperecé y sonreí al recordar la aventura de trasnoche. 
-Fue un sueño, dije contenta. Por fortuna ha sido sólo un sueño.
Me levanté presurosa por iniciar una nueva jornada. 
Salí de la habitación rumbo al comedor para desayunar pero regresé a buscar mi reloj de pulsera que dejara sobre la mesita de luz el día anterior.
Junto a él descansaba una rosa.

Myriam Lucía Taverna


Myriam Graciela Pesassi

DESDE SICILIA

- Usted no debe decir de "che" a su mamá.

¿Quién me hablaba así? A mí, a una nena de diez años.
Era mi abuela Felipa.
Me parece verla, tan pequeña de cuerpo y tan grande de voluntad, abnegación y alegría.
Llegó desde Sicilia ya casada y con su hijo Luis. No fue fácil el inicio en nuevas tierras.
Vivían en el norte del país, muy cerca de los indios.
Mi abuelo y mi tío Luis eran colchoneros. La familia peregrinó por distintos lugares hasta llegar a Santa Fe.
Mi abuelo falleció joven y ella, que ya tenía diez hijos fue el pilar y el soporte de todos. Los crió con amor e inteligencia dándoles la oportunidad de tener una carrera a los varones (que fueron contadores) y un oficio las mujeres.
Me emociono cuando la recuerdo, por su valentía y por el amor que supo entregar a toda la familia.

Myriam Graciela Pesassi