ROMANCE DE TRAPO
Nadie lo divisa allí,
tirado sobre el pasto
del cantero de la plaza
donde ha sido olvidado.
A unos pasos de la calle,
al pie de un frondoso árbol,
lleva el pobre varias horas
de tristeza y desamparo.
Recuerda que, ayer, Lucila
lo recogió bajo un brazo
y en su bicicleta nueva,
por las arterias del barrio,
lo invitó a disfrutar
de un mediodía soleado.
Mas, en medio del paseo,
sucedió lo inesperado…
una frenada, un golpe,
unos gritos angustiados,
su cuerpito de estopa
despedido de los brazos
de la niña que yacía
inmóvil sobre el asfalto.
Nadie reparó en él,
caído a un costado
de la escena del dolor,
maltrecho e ignorado.
Pero vio cómo a su amiga,
con los ojitos cerrados,
primero a una camilla
la subieron con cuidado
y después una ambulancia
con sirenas ululando
la retiró del lugar
con las urgencias del caso.
Ahora piensa que fue cruel
el destino al separarlos.
Sueña volver junto a ella
y arrebujarse a su lado
como lo hizo tantas noches,
en su cama y en su cuarto,
mientras penetra la angustia
en sus entrañas de cáñamo.
Siente que se deteriora
de a poco su piel de paño,
y no quiere resignarse,
y pide por un milagro.
Pero si una mala estrella
a su amiga ha señalado,
con ella desea marcharse,
durmiéndose entre sus brazos.
Mientras tanto, en una sala
del hospital más cercano,
Lucila abre los ojos
para alegría de tantos.
La pequeña, confundida,
mira hacia sus dos flancos
e ignorando dónde está,
sin saber lo que ha pasado,
pregunta por Orejín,
su conejito de trapo.
Jorge Emilio Bossa
Primer Premio Género Poesía
2do Certamen Internacional
de Literatura Infantil escrita por adultos
Ediciones Mis Escritos
Buenos Aires, Abril de 2015
Emilio era un joven comerciante que
tenía, junto a su esposa Jorgelina, una pequeña despensa. La misma era fruto de
una indemnización laboral.
Pero ambos no habían sido
indemnizados por tener una hija de once años que era la mismísima piel de
Judas.
Ariana, la niña en cuestión, era una
regordeta con el sol en sus cabellos, la miel en sus ojos y un centenar de
estrellas rojizas en el firmamento de sus mejillas. Ella les sacaba canas
verdes a sus progenitores. Era inquieta, traviesa y rebelde. Era… un huracán
con forma humana.
No era esa la única preocupación de
aquel matrimonio. Además, y a menudo, no cerraban las cuentas del negocio… No
coincidía la suma de ingresos anotados en un cuaderno con la recaudación del
día.
Consultada sobre el tema, Ariana
solo atinó a responder pícaramente mientras hundía la cabeza entre sus hombros:
“¡Habrá una rata ratera en casa!”
Pero una tarde, cuando a primera
hora Jorgelina había salido de compras, Emilio comprobó la dolorosa verdad. El
comerciante sorprendió a su retoño con las manos en la masa… mejor dicho… en la
caja.
“¡Aaah!, ¡Eras tú, ladronzuela!
¡Eres tú la rata ratera!” Con una mano sujetó enérgicamente la muñeca derecha
de la niña y con la otra quitó el billete de veinte pesos hurtado
recientemente. Ariana colgaba en el aire. Luego arrojó el dinero sobre el
mostrador. Cuando se disponía, colérico, a cerrar el asunto con una bofetada
sonó la campanilla de la puerta de la despensa. La misma fue para Ariana como
la campana que salva a un boxeador a punto de besar la lona. Al ver que una
clienta ingresaba al local, Emilio soltó a su hija. La misma huyó raudamente
hacia su casa, anexa al comercio.
La inoportuna clienta era otra pequeña
que así saludó al comerciante:
-
“¡Hola!, ¿está Ariana?”
-
“¡Está castigada! ¿Qué quieres?”
-
“¡Quiero conocer su pajarera!”
-
“¿Mi qué?”
-
“¡La pajarera de Ariana!”
-
“¡Mi hija no tiene ninguna pajarera!”
-
“Entonces… ¿Dónde guarda sus pájaros?”
-
“¿Sus qué?”
-
“¿Usted es sordo o tonto? ¿Le tengo que
repetir todas las preguntas? ¡Hablo de los pájaros que Ariana compra en la veterinaria
de mi papá!”
Emilio no entendía nada. No podía
creer que dos chiquillas se hubieran encargado de arruinarle la diáfana tarde
que se disponía a disfrutar. Intentando no perder la calma, giró su cabeza
hacia el interior del recinto y gritó: “¡Ariana, ven para acá!”
Su hija siempre escuchaba las
conversaciones detrás de la cortina plástica de la puerta interior. Por ello
demoró sólo un par de segundos en acudir al llamado. Mientras bajaba la vista
escuchó la pregunta de su padre: “¿De qué habla esta mocosa?”
“¡Mi
nombre es Jackeline!”, respondió enérgicamente la visitante.
“¡Está
bien! – Emilio cerró sus ojos y respiró profundo - ¿De qué habla Jackeline?”
Ariana levantó la vista con timidez,
algo no habitual en ella, e inició el siguiente diálogo…
-
“Papá, ¿recuerdas que hace unos meses vino un circo a la ciudad?”
-
“¡Si! ¡Y mi abuelo era bibliotecario! ¿Qué tiene que ver…?”
-
“Tiene mucho que ver, papá. Tú fuiste una de esas personas que alzó su voz
contra ese circo por tener animales salvajes en cautiverio. Me aconsejaste que
no acudiera a él porque esas personas lucraban a costa del encierro de las
fieras. Luego me dijiste que si los seres humanos amamos tanto la libertad no
tenemos derecho de privársela a los animales”.
-
“Recuerdo eso que te dije, pero aún no me contestaste”.
-
“Bueno… cuando yo voy al colegio, siempre paso frente a la veterinaria. Me da
mucha pena ver que en la vidriera hay muchas jaulitas con pájaros prisioneros.
Entonces, un día comencé una campaña de liberación. Con mis ahorros, más algo
que la ‘rata ratera’ conseguía en la caja, iba a ese negocio y compraba una de
esas aves. Le pedía al veterinario que me prestara la jaula. Luego me dirigía a
la plaza que está aquí a la vuelta, abría esa celda, tomaba al pajarito con mis
manos, le daba un beso y después lo liberaba. Si quería, se podía quedar en esa
plaza. De lo contrario era libre para volar hacia donde quisiera”.
Ariana cerró su relato diciendo:
“hice eso varias veces, pero no conseguí que se acabaran los que están
prisioneros en esa vidriera”.
-“Por supuesto, hija. El padre de
Jackeline los repone comprando otros y tú lo ayudas a ganar dinero con ese
negocio”.
Ariana, furiosa, se dirigió a la
visitante: “¡Entonces tu papá es tan malo y desalmado como los dueños de aquel
circo!”
Jackeline, avergonzada, huyó del
lugar.
Emilio abrazó y besó a su hija.
Luego le dijo: “entiendo tus buenas intenciones, pero debes aprender que el fin
no justifica los medios”. Al volver Jorgelina al hogar, su esposo le contó lo
sucedido. La madre también aconsejó a Ariana: “Recuerda que robar es muy feo.
Además… nunca podremos liberar a todos los animales cautivos”.
Un rato más tarde se oyeron
bocinazos que provenían de la calle. Ariana, inquieta como siempre, corrió a
ver lo que sucedía. Regresó a los gritos: “¡Papá! ¡Mamá! ¡Afuera está la
camioneta de la veterinaria, cargada con todas las jaulas y los pájaros adentro!”
Toda la familia salió a la vereda.
En el vehículo estaba Jackeline con sus padres. El veterinario expresó: “Mi
hija me contó lo que hacía Ariana con los pájaros que yo le vendía. He decidido
sumarme a su campaña… ¡Vamos a la plaza!”
Emilio cerró el negocio. A los pocos
minutos todos estaban en el espacio verde. Allí procedieron a abrir todas las
jaulas y a hacer así una suelta de aves. Las mismas echaron a volar en
distintas direcciones y a diferente altura. Una algarabía multicolor rodeaba a
esos seres humanos que reían y gritaban dichosos.
Aquella plaza se había transformado
en una enorme jaula con verdes y frondosos barrotes y un infinito techo azul.
Algunos pájaros se posaban en el suelo o en alguna rama cercana. Otros optaban
por tomar rumbos desconocidos. Todos gozaban de una inusual libertad.
Ariana, con su amplia sonrisa
hundida entre el centenar de estrellas rojizas del firmamento de sus mejillas,
le dijo a Jackeline: “¿Querías conocer mi pajarera?… ¡Acabas de hacerlo!”
Jorge Emilio Bossa
Segundo Premio Género Cuento
2do Certamen Internacional
de Literatura Infantil escrita por adultos
Ediciones Mis Escritos
Buenos Aires, Abril de 2015
HERMOSOS TUS TRABAJOS JORGE, Muy tierna la poesía, hermosos contenido el cuento, Te felicito!!
ResponderEliminarMuy lindo y muy tierno!
ResponderEliminarAdriana.