Aquel conventillo de la
calle Uruguay
Cuando Berta llegó al puerto de
Buenos Aires, en el año 1893 con su pequeño hijo en brazos, su amiga Anais la
estaba esperando para llevarla a vivir con ella al conventillo de la calle
Uruguay. Berta había dejado atrás su Francia… sus recuerdos. Al quedar viuda
tomó la decisión de partir a un país lejano a pesar que los inmigrantes eran
hombres, principalmente jóvenes y adultos que venían en busca de tareas urbanas
y rurales.
Muchos fueron los propietarios que
transformaron sus viejas casas en casa de alquiler de habitaciones para recibir
a los viajeros llegando a ser esas viviendas colectivas un gran negocio para
sus dueños. Así nacieron los conventillos. También había grandes casonas
abandonadas por sus moradores después de la epidemia de fiebre amarilla y
tifus.
Con la inmigración masiva fue
creciendo la población, transformando a la gran aldea en una gran ciudad.
Y su niño también fue creciendo en
ese conventillo de la calle Uruguay. Como su amiga lavaba y planchaba, Berta
comenzó a trabajar con ella. Vivían en una pequeña habitación casi sin aire,
casi sin luz porque carecía de ventana. Se vivía en condiciones deplorables.
Para cocinar usaban los braseros que se encendían junto a la puerta de la
habitación.
Y su muchachito fue creciendo
gordito, simpático pero a veces algo rebelde, siendo protagonista de trifulcas
entre los inquilinos donde se mezclaba gente de trabajo, desocupados, malevos,
jugadores, prostitutas. Tal vez la ausencia del padre había contribuido en su
conducta.
Muchas veces, sentado en el umbral de
ingreso al conventillo, cantaba y cantaba. Lo hacía tan lindo que los vecinos
lo invitaban a su casa donde lo alojaban y alimentaban.
Todos los domingos a la tardecita, el
patio del conventillo, ese espacio común de todos los inquilinos, donde se compartían
las viejas piletas de lavar, la soga para tender la ropa… se vestía de fiesta y
se afianzaban los lazos de fraternidad con bailes y cantos. Así entre mate y
mate para engañar el hambre, el muchacho comenzaba su gorjeo acompañado por una
fatigada y vieja escoba a manera de guitarra.
Ese ambiente malevo fue nutriendo su
infancia…Y el muchacho fue creciendo y un día estrenó su pantalón largo y
comenzó con sus amigos a dar serenatas en ese barrio que lo adoptó.
Cuando escuchaban su melodiosa voz,
puertas y ventanas permanecían abiertas. Todos querían escuchar a Carlos… el
morocho del Abasto.
Teresita Fava de Maggi
Que bella narración!! Hermosa Tere.
ResponderEliminarMe encantó!